20 de juny 2006

El voto

Domingo 18, día de referéndum. Madrugo para poder ser los primeros en votar para así poder dedicar el resto de la mañana al deleite de las carreras de motos que precisamente se celebran este fin de semana en el Circuit de Catalunya. Llego al colegio electoral que está a menos de 100 metros de la puerta de casa y sólo al entrar me encuentro a un vecino que luce jocoso una chapa de los Socialistas ejerciendo de interventor de ese partido. Buena gente, pienso, no estamos tan lejos unos de otros y muchas veces podríamos reconocernos sin necesidad de hablar. A su lado otro interventor aunque éste de Esquerra. Su aspecto casi fotografía su ideario: gafas redondas, camisa de cuadros pero con americana, pulcro y bien peinado. Entro en la sala donde están instaladas las seis mesas electorales de la zona y tropiezo con alguien que en un alarde de soberanía camina de espaldas sin tener en cuenta a los que caminamos de frente como la lógica más aplastante obliga. Al darse la vuelta mueve los labios y pronuncia un "disculpa" que casi uno debe imaginarse ya que el volumen de la voz casi es imperceptible. El personaje viste una camisa de color pastel decorada con el bordado de un jugador de polo a la altura del pecho izquierdo mientras que, en horizontal y al otro lado, luce una vistosa chapa redonda con las iniciales "PP". Su mirada casi lastima, tanto como lo que ofende su engominado pelo peinado hacia atrás. Acepto aunque pisoteado su pisotón pensando en la metáfora humana/animal del cabestro que todo lo empuja. Al fin llego a la mesa asignada donde podré ejercer el más democrático de los derechos. Un vecino de la escalera ejerce de presidente de mesa mientras que a su derecha observa atenta el proceso una interventora Convergente. Si hablamos de modelos aquí tenemos uno, o mejor dicho, una: señora, rubia teñida, de 50 y tantos, tostada al sol, elegante y decorada con dos vueltas de un collar de perlas que gira con unas esplendidas y, para mi gusto excesivamente, largas uñas pintadas. Voto, y lo hago pensando en el satisfactorio pensamiento de que mi gesto tiene el mismo valor que el de cualquiera de los que en este corto recorrido he tenido la ocasión de encontrar. Sigo pensando en que mi gesto tiene el mismo valor que el de aquel político de Madrid que piensa que absolutamente todas las desgracias del mundo y del país son culpa de una conocida banda terrorista del país vasco. Pienso en que mi gesto tiene el mismo valor que el del propietario del banco más importante y con más beneficios de todo el estado y que desde el virtual trono que le otorga tanto poder económico ningunea al resto de sus semejantes. Qué gracia, como si él estuviera exento de poder sufrir aunque tan sólo sea un molesto dolor de cabeza. Sigo pensando y tanto pensamiento me hace ser consciente de que mi voto valdrá lo mismo que el del vigilante del parking donde tengo aparcado el coche y entiendo la importancia de lo que definen como democracia.
La democracia no es la perfección ya que si lo miramos desde la forma más critica entendemos que es la forma más lícita de que una mayoría joda con impunidad a una minoría que entiende las cosas de forma diferente a la mayoría y que no por ello sean o estén carentes de razón. Pero por otra parte pienso que el sistema sirve como salvaguarda del criterio generalizado y que determinadas minorías extremas se vean obligadas a extremar las explicaciones de sus posiciones para intentar convencer al resto y así verse obligados a sustituir violencia por argumentos.
Al final del día permanezco atento a los medios de comunicación que se apresuran en contar que uno de cada dos, o cinco de cada diez, o 50 de cada 100 no han ido a votar. Y nadie se escandaliza, ni siquiera los que no lo han hecho, ni siquiera los que su credibilidad y el sentido de su existencia dependen de tan simple gesto ajeno. Nos tienen agotados, eso sí es verdad. Están consiguiendo que a la gente tanto le dé 8 que 80, que la gente vaya a votar o que no lo haga. Mientras que un número mínimo de personas lo haga y así poderles conceder el derecho de una poltrona tanto les da que sean uno de cada dos o uno de cada diez. Habría que cambiar la ley electoral por varias cosas. Habría que obligar a que la gente fuera a votar, por responsabilidad, por una simple cuestión de educación social. Habría que declarar nulas unas elecciones en las que la gente no fuera a votar mayoritariamente, aunque fuera en blanco, aunque fuera para decir "señores, ninguna de las opciones que me ofrecen me resulta válida, aunque el atragantamiento de sus palabras no podrán, de ninguna de las maneras, privarme de ejercer un derecho por el que muchos lucharon y murieron en otros años de nuestra historia”.
El resultado de la votación ha sido el esperado pero me dormiré tranquilo pensando en que soy parte de ese cinco coma algo por ciento que algunos entienden como ambigüedad y que otros entendemos como la única alternativa de expresar disconformidad con todos.
Hasta la próxima. En otoño, ¿no?