30 d’octubre 2010

Un paseo por el Ripollés

Hoy es uno de esos días en los que realmente encuentro a faltar un programa de reconocimiento de voz en catalán, por una cuestión de hacer país, el mío, Catalunya, sobre el que quiero realizar, alternando palabras e imágenes, un recorrido por una de sus comarcas cuyo omnipresente color verde me inspira constantemente.


Podríamos empezar como antaño, cogiendo el tren correo que salía desde la estación de Francia a primerísima hora de la mañana y que significaba poder coger asiento en cualquiera de los compartimentos de aquel largo tren que cada mañana partía hacia las comarcas del norte. Era un tren de película, revestido por dentro de madera, con ceniceros de aluminio constantemente expoliados y que a menudo estaban decorados con imágenes en blanco y negro de paisajes del país. Le llamaban tren correo porque precisamente del vagón de carga ubicado justo detrás de la máquina que arrastraba el convoy, en cada parada del itinerario, soltaban los fardos correspondientes a la prensa escrita del día y el correo de la población de cada estación. El tren se partía prácticamente en dos en la estación de Ripoll, así que la parte principal seguía ruta hasta Puigcerdà mientras que otra más pequeña terminaría su recorrido en Sant Joan de las Abadessas.


Hoy en día esta última parte del recorrido se ha convertido en una "vía verde", con lo que podemos realizar un recorrido a pie o en bicicleta por el Prepirineo regado por las aguas del río Ter. Pero antes de llegar a ese punto habíamos transitado en aquellos vagones de museo por las comarcas del Vallés, Osona, hasta llegar a la del Ripollés, dejando atrás localidades como El Figaró, Vic, Torelló, Sant Quirze de Besora, sitios a los que me siento muy unido por haber veraneado desde niño por aquellos lugares. Ripoll es tierra de buenos embutidos y de especiales recuerdos, como el de haber sido el lugar donde mis padres me compraron mi primera bicicleta, una Peliser de carretera cuando tenía 12 años y que al poco tiempo se me quedó pequeña.

Giramos hacia el este y antes de atravesar el Ter para entrar en Sant Joan de las Abadessas hay que girar a la derecha para tropezar de repente con los restos de la antigua estación del tren y de donde parte la carretera hacia Ogassa.


Recuerdo la primera vez que con el Seat 850 que por aquel entonces tenía mi padre recorrimos los aproximadamente 10 km hasta llegar a aquel pueblo minero que tan bien combina el verde con el negro del carbón. Aquella primera vez la carretera no era tal ya que todavía no contaba con el asfalto que concede la categoría de carretera a una pista forestal.


En todo el recorrido se aprecian las heridas que la explotación minera que desde el siglo XVIII hasta los años 60 del siglo pasado ha dejado en el entorno; grandes instalaciones y caminos trazados a nivel en las laderas de las montañas por donde las vagonetas llevaban el mineral hasta las zonas de carga y que hoy también se han convertido en "vías verdes" para el uso y disfrute de los urbanitas que cada fin de semana invadimos tan maravilloso entorno.

En una de las curvas de la ahora sí carretera dejamos a la derecha el desvío a Can Cabalies, estupendo caserón restaurado ahora convertido en establecimiento de turismo rural, muy apropiado para grupos numerosos y en la que celebramos durante un fin de semana con la Colla de Sans la incorporación de cada uno de nosotros a la treintena . Las vistas desde tan privilegiado y aislado punto son magníficas.

Entramos al pueblo de Ogassa a través de una más que considerable cuesta con el olor a buena comida y a la izquierda encontraremos un grupo de viviendas que de repente nos transporta a cualquier cuenca minera asturiana o irlandesa, muy parecidas a las que podríamos encontrar en toda la cuenca del Llobregat y sus antiguas colonias textiles.


Tendría unos 10 años cuando por primera vez pasamos un verano allí. Recuerdo como los lugareños de mi misma edad recibían al turista invasor a pedradas aunque por suerte la vida en ciudad tampoco nos atontaba lo suficiente como para no saber esquivarlas y digamos que la contienda siempre quedaba en unas dignas tablas, así la sangre no llegaba al río ni el orgullo a nadie le quedaba herido. Un par de días a la semana, en un prado que mezclaba el verde con el negro de forma magistral y al que llamaban campo de fútbol porque permanecían clavados en el suelo dos palos que se convertían en portería sin red, se producía un acontecimiento que después de tantos años todavía recuerdo como emocionante. En uno de los corrales que en otras circunstancias podríamos haber llamado vestuarios de aquel pseudo estadio deportivo un lugareño soltaba un pato desquiciado de la soledad que convertía la escena en un auténtico encierro pamplonica aunque sustituyendo al toro por un pato que nos perseguía a unas velocidades indeterminadas, así que aquella actividad surrealista acababa siempre por unir a los turistas y a los oriundos del lugar dejando momentáneamente de lado el lanzamiento de piedras. En aquel lugar remoto descubrí a una francesa de nuestra edad que tanto nos llamaba la atención por sus prominencias en el pecho pasándose el día diciendo que "no compraba pan" en catalán a cada una de las cosas que le decíamos. También descubrí que algunos de aquellos retratos pintados antiguos que presidían grandes estancias de las casas nobles no paraban de mirarte aunque cambiaras de posición llegándote a intimidar tanto como para sentir miedo. Allí conocí, veraneando también, a un panadero de Barcelona de dulce apellido, auténtico maestro de la depredación otoñal de setas al que sentencié eternamente por no dejarme participar en una excursión organizada por él a la cima del Taga por considerarme demasiado niño y por lo tanto inmaduro para realizar aquella ascensión a la que sí fue aceptada mi hermana Montse cuatro años mayor que yo. Aquel hombre nunca fue consciente de la envidia que me provocó respecto a mi hermana aunque pocos años después pude resarcirme con mi primera ascensión a aquella cima.

Abandonamos el pueblo y seguimos subiendo por la continuación de su calle principal con una auténtica cuesta digna de poner en apuros a cualquier profesional de la bicicleta y efectuaremos la primera parada en un paraje idílico, ideal para cualquier comida campestre o para una simple merienda de verano a la más reconfortante de las sombras.

La Font Gran es fiel a su nombre ya que de nueve caños brota generosamente un agua limpia y fresca cuyo manantial emerge desde las profundidades y que podemos observar unos pocos metros atrás de los caños protegidos por una reja de metal.


Todo el entorno es generoso en cuanto a vegetación, de un verde intenso, debido a que una especie de microclima propiciaba que prácticamente cada tarde lloviera intensamente y lo convirtiera todo en torrentes improvisados, incluso la calle principal, resaltando los colores por la humedad aunque a cambio fuéramos esclavos de paraguas, chubasqueros y botas de agua.



Paseando por los alrededores del lugar podíamos encontrar estrechas entradas a las profundidades de las minas que horadan las profundidades de aquellas montañas.

Seguimos subiendo en dirección noreste y nos encontraremos una ermita románica en buen estado.

Una vez superada seguimos subiendo aunque esta vez deberemos abandonar la pista asfaltada para coger un sendero que verticalmente nos llevará hasta un pequeño refugio de pastores donde hace años pasamos una noche a la luz de una lámpara de carburo.

Seguimos subiendo sin descanso hasta llegar al Coll de Pal, punto intermedio de la Serra Cavallera, perfil montañoso que une prácticamente Ribes de Freser con Camprodón.

Atrás hemos dejado toda clase de árboles y plantas para pisar un terreno convertido en un prado de hierba, corta e ideal para rebaños de ganado alejados de cualquier indicio de civilización donde uno puede encontrarse con un matemático haciendo de pastor ocasional. Las vistas son impresionantes en cualquier dirección que escojamos, pero tomaremos camino al oeste para superar la primera cima, el Puig Estela, para seguir cresteando por suaves pendientes hasta llegar a la cima del Taga, punto más alto de toda la Serra, y nos recibe con una desproporcionada cruz respecto a la altitud de lo conquistado.


Sus apenas 2000 m, no obstante, nos ofrecen unas majestuosas vistas y más de una satisfacción. Cuánto daño me hizo aquel panadero de dulce apellido prohibiéndome mi capricho ya que todas y cada una de las veces que he alcanzado esta cima, de alguna manera, le estaba dedicando con determinados toques de resentimiento el hecho a aquel buen señor, que al margen de aquel desaire nada más me hizo.


Sus apenas 2000 m, no obstante, nos ofrecen unas majestuosas vistas y más de una satisfacción. Cuánto daño me hizo aquel panadero de dulce apellido prohibiéndome mi capricho ya que todas y cada una de las veces que he alcanzado esta cima, de alguna manera, le estaba dedicando con determinados toques de resentimiento el hecho a aquel buen señor, que al margen de aquel desaire nada más me hizo.



Es hora de descender y lo haremos por la vertiente sur hasta tropezar con otro refugio muy parecido al anterior aunque hace años mucho más abandonado y por lo tanto menos acogedor. Desde aquel punto optamos por seguir en dirección sur para atravesar una pequeña cresta y así poder acceder al valle siguiente donde nos espera un lugar que de alguna manera podríamos llegar a definir singular.

Hace años estaba rodeado de historias singulares aunque a veces cuestiono determinados recuerdos por pensar que quizás eran historias más propias de nuestra imaginación adolescente que incluso podía llegar a deformar la realidad vivida sin necesidad de sustancias psicotrópicas. Lo que sí es cierto y que más de uno con seguridad recordará es que en un viaje anterior y la única vez que decidimos pasar noche allí, nos encontramos a un grupo de "investigadores" que llevaban días realizando psicofonías nocturnas a la búsqueda de voces de ultratumba o del más allá. Aquella construcción durante un tiempo fue un refugio de montaña mantenido por un grupo excursionista local y está compuesta por lo que podríamos denominar la vivienda y adosada a ella una ermita a la que se accede desde el mismo interior de la vivienda. En el exterior un pequeño cementerio con dos o tres cruces visibles y por aquel entonces sí que hay que reconocerle que a determinada hora sí producía algún tipo de intimidación.

Pero aquella noche los fantasmas no aparecieron para el desespero de los investigadores que tuvieron que parar sus grabadoras ya que nuestro moscatel nos convirtió en un grupo de gente excesivamente ruidoso y abandonado al desafinado cante y a la juerga más desinhibida así que poco trabajo tuvieron los fantasmas y sus parafonías.


Desde allí podemos escoger dos destinos finales. El primero Bruguera, pueblo a menos de una hora de camino de aquel punto y sobre el cual ya hemos hablado. El otro, más al sur, Candevànol, prácticamente al mismo tiempo de distancia que la opción anterior. La ventaja es que con esta última opción encontraremos la estación de ferrocarril, algo que años atrás podía llegar a ser auténticamente traumático por la sobreexplotación de la línea, de la escasa frecuencia y la mucha demanda, algo que hacía que tuviéramos que acceder al convoy casi por las armas con la imposibilidad de tomar asiento civilizado y tener que permanecer en la más indescriptible de las posturas entre los pasillos y las plataformas de acceso convirtiéndolo en borreguero infame y a nosotros en borregos.

Antes de llegar a Candevànol contemplamos por última vez el entorno, tierra de leyendas como la del Comte Arnau, que por trajinarse a la abadesa de un convento fue condenado a vagar eternamente por estas tierras montado en su caballo de fuego.


Fotos: Google, Panoramio, Blogspot.com, Archivo JG.


13 d’octubre 2010

Perseverància

Estic flipat per la perseverància dels de dintre i la dels de fora. Hem de treuren's el barret pels xilens i caldria preguntar-nos si aquí fòrem capaços de fer quelcom semblant.

Foto: La Vanguardia

03 d’octubre 2010

París

El otoño me trae el recuerdo de nuestro viaje a París, una ciudad en la que en ningún momento nos sentimos extraños hasta el punto de dejarnos perder deliberadamente poniendo a prueba nuestra orientación sin que ésta nos defraudara. Parecía como si hubiéramos vivido toda la vida allí y nada se nos hacía extraño. La climatología no acompañó ningún día así que hizo un flaco favor a la denominada "Ciudad de la luz" que sólo brilló con la iluminación nocturna. Fueron pocos días pero suficientes como para que con un estresado ir y venir pudiéramos contemplar las imágenes más típicas y estereotipadas de aquella ciudad.

Aprovechamos un día para acercarnos hasta el Palacio de Versalles. Vista la inmensidad de sus jardines uno entiende aquella típica frase cinematográfica en la que un padre le dice a su hijo... "Hijo mío, algún día, todo lo que alcanza tu vista, será tuyo". Y cómo no, acto seguido uno utiliza sus respectivos y residuales conocimientos de la historia y puede llegar a entender cómo la realeza francesa pasó por la guillotina, aunque no comparta semejante brutalidad, pero es que ante tanta opulencia y ante tanta y deliberada ignorancia de la realidad y de la pobreza que vivían sus súbditos no es de extrañar que éstos dijeran "basta". Tal es así la desmesura de aquellos tiempos que dicen los cronistas que el gobierno francés actualmente no dispone ni dispondrá del suficiente presupuesto como para mantener semejante palacio.