05 de novembre 2006

La última cena

Viernes, 21 horas y pico. El pico hace que de nuevo viole mi religión de la puntualidad. La sombra de la amenaza que el ascensor no funcione se ha desvanecido momentáneamente y hemos conseguido llegar a la calle. Mi compañera empuja pesadamente la silla de ruedas con dificultad. Su anemia que los médicos califican de "Origen desconocido" la merma de vitalidad y empuje. Una vez más a nadie se le ocurrió prestarse en ayuda del empuje. Tal vez la culpa sea nuestra, en nuestra peculiar lucha contra la independencia y la autosuficiencia y por eso no pedimos una ayuda que al parecer a nadie se le ocurre proponer. El pico anterior aumenta a cada paso que lo separa del restaurante de siempre y por lo tanto, al llegar, descubro sin rubor que somos los últimos en llegar (cómo hemos cambiado). De lejos veo a casi todos los demás. De un rápido vistazo descubro mi primera limitación: como casi siempre en estos últimos años no podré escoger donde quiero sentarme así que por causas orográficas me veré obligado a alojarme en uno de los extremos de una mesa larga, preparada para 15 personas. Se producen dos bajas inesperadas que curiosamente se muestran como sillas vacías a cada uno de mis lados por lo que la distancia con el resto del personal se materializa aún más. Con el tono de voz aún indemne propongo al personal se acerque para poder integrarme un poco a la velada y así se produce. Pronto descubro que a nuestra izquierda se aloja por corrimiento el convidado de piedra que sigue sin despertarse de un letargo que ya le dura más de un año. Mi insistencia en hacerlo participar en la vida "normal" sigue siendo infructuosa. A mi derecha se aloja la última incorporación de nuestros encuentros, alguien a quien la tribu ninguneó en primera instancia y luego olvidó hasta el punto de que ha pasado un cuarto de siglo sin tener noticias del personaje. Brillante idea la de invitarle, ha servido para comprobar que todo sigue igual. Por un momento reflexiono rápidamente y caigo en la cuenta de que ese extremo de la mesa que presido se ha convertido en el rincón maldito al que pronto la mayoría dará la espalda. Sólo a mi derecha un par de elementos del "más allá" intentan que no caiga en el ostracismo general multiplicándose y ofreciéndose como traductores de lo que se cuece en mitad de la mesa. El líder de la tribu sigue centrando la atención del resto como ya lo hacía treinta años atrás mientras que sus discípulos, entre los que me incluyo, seguimos escuchándolo de forma mesiánica. Me siento tan lejos del grupo al que siempre pertenecí y del cual siempre me sentí orgulloso de pertenecer, que de repente se cruza en mi mente la metáfora de que el momento, poco a poco, se va convirtiendo en una especie de funeral en el que yo soy el cuerpo presente y como siempre, a mi izquierda, la eterna plañidera que a todas partes me acompaña. Ella, al fin y al cabo, nunca fue de la tribu, ni por localización ni por generación así que tampoco tenemos en cuenta que prácticamente resulte invisible. Veo a lo lejos, a kilómetros de distancia, como el grupo charla, ríe, se mira, y en un intento de formar parte de la conversación logro levantar la voz para superar el murmullo generalizado del local pero el intento resulta vano y me provoca el atragantamiento consecuencia de forzar aquello que no se debe. Cumplimos el trámite, aguanto la cena entera pero el aislamiento me introduce en mi eterna compañía, el pensamiento, y éste me ayuda a darme cuenta que la del viernes será "La Última Cena" con la tribu. Tanto me entretengo en mi pensamiento que para consolarme me alegro de haber sido siempre tan multiétnico y haber abandonado la tribu en busca de otras culturas, de otros modos. Como en la película "En busca del fuego", volvemos, pasado el tiempo, al seno de la tribu aunque sólo sea para ejercitar los recordatorios, pero una vez hecho esto ya no tiene sentido nada más. La distancia con ellos es casi la misma que la representada en esta mesa larga e inacabable.
No creo que la decisión de bautizar ésta como la "Última Cena" tenga nada que ver con las palabras que me dedicó la madre de mis hijos en las que en el primer día del nuevo milenio me dijo "tú ya no estás para salir de casa". Tal vez sea así ahora, pero lo que sí que tengo claro es que seguiré saliendo siempre que con el esfuerzo obtenga un buen resultado, obtenga alguna agradable compensación que por supuesto los otros no deben brindarme sino que simplemente yo he de conseguir.
Al llegar a casa pienso que sinceramente no tengo de que quejarme, ya que al contrario de lo que reza el bolero de "Presuntos implicados" en nada hemos cambiado, o sí, no sé.